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A ustedes

  • Foto del escritor: Solimar Cedeño
    Solimar Cedeño
  • 10 abr 2016
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 19 sept

A ustedes, por quedarse conmigo

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mar en calma y cisnes

Mi mirada hacia el horizonte me mantenía absorta en mis pensamientos. En ese momento creo que pensaba en “nada”, ya no lo recuerdo. De pronto, un grupo de personas que corrían de un lado a otro me hizo despertar de mi ensimismamiento.

Silencio. De ese instante solo recuerdo el silencio. Silencio a mi alrededor, aunque estaba rodeada de gente inquieta, silencio en mi mente porque estaba en blanco. 10 segundos de silencio, tal vez más, tal vez menos. La verdad, es difícil contar cuando lo único que se acelera es tu corazón y el tiempo parece ralentizarse. No las veía, no pude.


Vi al señor que minutos antes nos dio la bienvenida, ahora su cara gentil parecía de terror. Vi a un niño que ya no caminaba por la arena, ahora corría con un carrete de cuerda amarilla en sus manos. Seguí la línea de fibra con la mirada hasta el otro extremo, donde estaba sujeto un salvavidas rojo que también sostenía un hombre mientras gritaba instrucciones (en perfecto venezolano oriental) al niño del carrete: “¡Agárralo, jala, jala!”. Vi a la señora del restaurante con pasos nerviosos mientras gritaba, no sé a quién, que llamaran a los salvavidas.

Cada segundo empecé a escuchar más fuerte mis latidos, que parecían imitar a los del Corazón Delator. Mis oraciones a Dios y a la Reina de los Mares se unieron a mis palpitaciones ensordecedoras.


También vi al hombre que minutos antes trataba de persuadirnos para que le compráramos lentes de sol. En pocos segundos esos lentes de sol estaban sobre la arena y el hombre iba corriendo a hacer lo que yo nunca pude: buscarlas, encontrarlas y traerlas conmigo. Vi a otros vendedores que imitaron al anterior con presteza. Más de 5 hombres se unieron a la carrera contra el tiempo, contra las olas, contra la corriente, contra la muerte que estaba al acecho… Yo no pude.


Creo que todos en esa playa podían ver cómo ellas luchaban con cada ola, yo tampoco pude verlas. Solo seguía parada en la orilla, deseando que no fueran el motivo de aquel revuelo. Seguía orando con el corazón acelerado, creo que a punto de salirse de mi pecho. “¿Son las muchachas?”, pregunté en voz alta, pero esa pregunta se quedó sin respuesta. “¿Dónde están?”, otra respuesta pendiente. De pronto me di cuenta de que también faltaba un tercero y yo estaba sola. Rodeada de personas, pero sola.


“¡Ay, Dios mío!”. Fueron las únicas palabras que salieron de mi boca durante esa espera eterna. Las demás frases las reservé en mis pensamientos: “¿Qué voy a hacer?”; “¡Dios mío, Virgen del Valle, que no sean ellos!”; “Si son ellos, ¿de dónde sacaré fuerzas para hacer 4 llamadas telefónicas sin que un nudo en la garganta y las lágrimas me lo impidan?”; “¡Dios, ayúdalos! Yo no puedo, aunque quiero.”.


En ese momento me sentí como la hermana, el hermano, el padre o la madre de cada uno de mis acompañantes: desesperada, en un profundo desasosiego. Pero solo era la amiga, también desesperada y en un profundo desasosiego. Mi impotencia por no poder luchar contra esas olas y no poder hacer algo más que orar y esperar que no pasara lo peor, se hizo cada vez más grande. No podía traerlos conmigo, nunca pude, debo disculparme por eso.


Finalmente vi a dos de “mis hermanos”, “mis hijos”, mis amigos. Sí, eran ellos. Ella se veía tan frágil y pálida como la Niña de porcelana, él la cargaba en sus brazos como si fuera Oz, el poderoso, que nunca se dio por vencido hasta traer a la Niña de vuelta a la orilla. Me acerqué lo más rápido que pude para ayudarlos, más bien, para confortarlos. Ambos, sin aliento, se desplomaron en la arena.


Pero yo no me sentía en calma, estaba tan agitada como la marea porque aún faltaba la última del cuarteto. No podía verla. Mis ojos no podían encontrarla. Una vez más, no pude. Los hombres seguían en su lucha, mi amiga también. La mujer del restaurante seguía pidiendo ayuda y el niño seguía sosteniendo el carrete. Mientras tanto, yo seguía orando en la orilla, deseando que todo acabara de la mejor forma. “Llegamos 4, debemos irnos 4, Dios mío”, pensé.


Por fin venía ella, la integrante número 4. Regresó caminando, casi tan recia como Doña Bárbara, con más fuerzas de las que me imaginé. Esas fuerzas eran las ganas de vivir, no tengo dudas. Dos de los 6 o 7 hombres la escoltaban hasta la orilla. ¡Por fin fuimos 4, como al inicio del día, como al inicio del viaje! De orar, pasé a agradecer. Aun hoy agradezco. Siempre agradeceré. A Dios y a la Virgen del Valle por ayudarlos, por ayudarme. Y a mis amigos, por luchar sin descanso, por quedarse conmigo, por vivir.


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